Biblioteca Popular José A. Guisasola

Educar para la vida


Cuento» DELETREARTE, de María Cristina Ramos

Un cuento de "Azul la cordillera" como celebración para quienes acompañan a entrar a la lectura y la escritura. Maestras y maestros que sostienen esos instantes de maravilla en la cotidianeidad de la escuela.


Laura se llamaba. Cada vez que me acuerdo. En ese tiempo no había estos edificios. Éramos una escuela rancho. Yo estaba recién recibida. Por eso me sentía más segura haciendo papeles, o preparando la comida para los chicos, que enseñando. Me daba maña para trabajar con los de grados grandes. ¿Pero, y lo más chicos? No me animaba.

Me fui haciendo la vida de la escuela. En el campo la escuela es todo. Siempre que uno sepa ganarse a la gente. Ellos tienen su tiempo, no son muy abiertos al principio, pero el primer 25 de Mayo conseguí que vinieran casi todos. Festejamos con chocolate y una abuela vino a hacernos tortas fritas. Cuando a la tardecita llegó Don Nicanor Paredes, fue la algarabía. Había carneado un chivo y lo traía para hacerlo en la escuela. Primera vez que se acercaba. Era el padre de dos de los chicos, uno de cuarto y otro de segundo. Muy respetado en todo el paraje, Don Nicanor.

Yo sabía que significaba mucho su presencia, porque era seguro que los otros, que todavía dudaban, se iban a ir acercando a la escuela.

Y así fue. A fin de año ya teníamos veintidós chicos. Laura, entre ellos. Era una negrita escuálida y de ojos brillantes de picardía. Enseguida se apegó a mí. Iba donde yo iba y me seguía dando unos saltitos como de rana nueva.

Con ella empecé a enseñar lectoescritura. Yo, la verdad, no confiaba en lo que había aprendido. Me parecía mentira eso de que enseñando de a pedacitos pudieran los chicos aprender a leer o escribir. Yo temía que sólo fueran falsas teorías. Pero lo intenté. Laura me miraba como con paciencia. Me hacía dudar. Yo estaba segura de estar haciéndolo mal, muy mal. Pero nos queríamos tanto que después de cada clase salíamos juntas a dar una vueltita por ahí. Algunas veces dimos la clase junto al río. Clase, o como se llamara eso que nos sucedía, cuando mi mano llevaba su mano chiquita y dibujábamos juntas letras en la arena.

Hasta que un día, yo estaba corrigiendo en la mesa del comedor, de espaldas a la ventana. Laura frente a mí, apoyada en sus codos y con la carita sostenida en los puños. Algo empezó a decir. Cuando realmente la escuché, demoré todavía un tiempito en entender, porque estaba metida de cabeza en el procedimiento fallido de las divisiones por dos cifras. Además porque la voz de Laura salía en pedacitos, como respiraciones, con un sonido o dos. Canción susurrada parecía. Lenta y como para dormirse.

—La ma... la, ¡no!... al ma cén y y car ni ce. ¡Almacén y carnicería!

Cuando terminó de deletrear yo vi en sus ojitos el reflejo del almanaque que teníamos en la pared, justo a mi espalda. Y no me moví, para seguir viendo ese brillo y la carita de entender y el deslumbrarse por el descubrimiento, y mis propias trenzas cayendo en la mesa del tiempo en que mamá amasaba, mientras yo escribía con mi lápiz mordido y papá se asomaba sobre mi hombro. Y después tampoco me moví, aunque se me cayó la lapicera, porque tenía una agitación en el pecho que no me dejaba hablar. Y ella lo supo y dio la vueltita para tomarme la cara con sus manos amigas y me abrazó y yo sentí que había empezado a ser una maestra y que estaba en el único lugar en que debía estar.

Después hablando con Erasma, la otra maestra, le expliqué y me lo expliqué. Yo esperaba que Laura se largara a leer en uno de esos libros que nos mandaban los del Consejo. O en el cuaderno que juntas íbamos haciendo. Pero nunca en un almanaque, nunca en un atardecer, nunca en ese rato en que yo estaba casi distante de ella, corrigiendo los cuadernos de los chicos más grandes.

Mi abuela sabía decir que hay un momento en que el corazón empieza a volar y uno lo sabe. Un momento en que el corazón se mueve y no es el latido de otras veces, sino un latido como un clavel apretadito que se lleva el aire. Y que es cuando has empezado a volar, a existir también en otro pecho, o en otro sitio. Si es así, ése fue mi primer vuelo y tal vez por eso sigo acá, en las escuelas del campo.

Me acuerdo que esa vez saqué la medalla de Santa Rita que llevaba colgada, y la puse en su cuello. Ella me miró tan hondo, como sólo ella sabía.

Laura se llamaba. Laura Antinao. Y no me voy a olvidar nunca.



© 1991 Ramos, María Cristina
© Julio 2017, Editorial Ruedamares


Azul la cordillera. Nueva edición.
María Cristina Ramos
Ilustraciones de Guillermo Haidr

A partir de 9 años
Descripción
Tapa color ilustraciones en blanco y negro
Benito parte con su padre hacia la escuela albergue. Quiere aprender a leer y a escribir. Juegos y conversaciones, mate cocido y pan casero, pero lejos de casa. Tal vez por eso, Adolfo y su hermanito intentan marcharse. Aunque la escuela es, también, ese lugar soñado al que Margarita nunca pudo ir. Con la intensidad de la media voz, Azul la cordillera cuenta días y soledades, el cielo en los hombros, el riesgo de las noches heladas. Historias de chicos y maestros que cuidan un fuego pequeño, casi un silencio de país.




Visto y leído en:
Editorial Ruedamares
https://www.facebook.com/pg/EditorialRuedamares/
http://editorialruedamares.ombushop.com/products/azul-la-cordillera
María Cristina Ramos @enunclarodelmundo
https://www.facebook.com/enunclarodelmundo/

“La lectura abre las puertas del mundo que te atreves a imaginar"

"Argentina crece leyendo"


Créditos: Garabatos sin © (Adaptación de Plantillas Blogger) Ilustraciones: ©Alex DG ©Sofía Escamilla Sevilla©Ada Alkar

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